Río de Janeiro continua lindo, cantaban Gilberto Gil y Caetano Veloso en la celebre canción Aquele Abraço. Y es verdad, Rio sigue siendo una ciudad maravillosa, a pesar de la violencia que baja de sus morros-favela, a pesar de la desigualdades sociales endémicas, Río permanece fiel a su propio mito, ciudad suma de todo lo que es y fue Brasil, ciudad inmensa levantada a orillas de la bahía de Guanabara, sobre el pedazo de geografía mas bello de este mundo.
Cristo Redentor
foto de nicholasbittencourt - CC 2.0 by-sa
Río a lo largo de su historia fue capital del Brasil imperio, capital del Brasil república, y ahora sólo capital del estado que lleva su nombre. Ha perdido con los años demasiado: el status de capital a manos de Brasilia en 1960, el status de principal ciudad del país a manos de São Paulo, que en 50 años de vertiginoso crecimiento la fue degradando de a poco a la condición de satélite, de periferia económica e incluso cultural.
Playas Leme y Copacabana desde el Pan de Azucar
foto de nicholasbittencourt - CC 2.0 by-sa
Pero entre tanta perdida, el viernes 2 de octubre Río de Janeiro volvió a sentirse primera y única cuando se abrió el sobre que la nombró ciudad olímpica para el año 2016; ese día, el casi paulista Lula da Silva, lloró de emoción por Brasil, pero también por Río y por su vuelta a la cima, luego de tanta caída.
Playa de Botafogo y pan de azucar
foto de philliecasablanca - CC 2.0 by
No puedo ser objetivo cuando hablo de Río de Janeiro, ha sido la primera ciudad mítica que conocí, era muy joven la primera vez que la visité y tal vez eso haya perpetuado la sensación. He viajado y conocido luego otras ciudades míticas: Roma, París, Londres, sin embargo en ninguna de esas ciudades, he sentido la presencia de una ciudad como me sucedió con Río. Hay algo en Rio de Janeiro que impone la sensación de estar ahí, una sensación difícil de explicar que no puede transmitirse ni a través de artículos periodísticos, ni de videos, ni de fotos, ni de películas, ni de canciones.
Laguna Rodrigo de Freitas y Morro dois Irmãos
foto de Rodrigo Soldon - CC 2.0
Cuando se camina por Río de Janeiro se siente el lugar en todos los sentidos; el lugar excede la mirada, podrían vendarme los ojos y teletransportarme a la avenida Atlântica de Copacabana, y sabría perfectamente que estoy allí. Quizás sea ese calor húmedo de Río que se puede oler, ese rumor único de la ciudad, ese samba que brota de todos los movimientos y de todos los barullos, la presencia invisible de tanto mar y de tanta montaña, y de tanto apogeo y esplendor pasado en sus edificios.
Laguna Rodrigo de Freitas
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Me gusta alojarme en esa parte final de Copacabana que se confunde con Ipanema, ese territorio neutral entre las dos playas más famosas de Río y quizás de Brasil, allí he aprendido que mágicamente desde cualquier esquina caminando una cuadra adelante y otra a la derecha siempre se llega a la playa de Ipanema.
Me gusta sentarme en esa arena de la playa donde Tom Jobim y Vinicius soñaron gran parte de lo que luego la guitarra de João Gilberto transformó en Bossa Nova; y ver ese atardecer increíble sobre el mar justo al lado del Morro dois Irmãos, ese monte impresionante de dos cabezas siamesas, que emerge vertical al lado del océano en la parte de Ipanema que se llama Leblón.
Me gusta salir del túnel hacia São Corrado, y luego de la oscuridad ver uno de los paisajes más impresionantes que tiene esta tierra para ofrecer. Me gusta tomar una caipiroska frente a la laguna Rodrigo de Freitas mientras la ciudad sucede alrededor, me gusta cruzar la bahía por el puente Rio-Niteroi, ver sus morros famosos y también sus morros peligrosos; y el redentor siempre ahí abrazando todo, aunque cada día más velado de smog.
Me sigue gustando Río a pesar todo, tan violentamente dulce, como la Nicaragua de Cortázar.
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